Colectivos y políticas públicas

por Jorge Luis Marzo

18 de agosto de 2008 - 11:25

Se ha mantenido habitualmente la opinión de que los compromisos colectivos no oficiales se han producido siempre por la persecución de un objetivo al que hacían servicio cada uno de los miembros. Asociaciones políticas, intelectuales, religiosas, culturales, científicas, artísticas o filantrópicas se movían por la capacidad de diseñar un objetivo claro que perseguir y que fuera capaz de mejorar el entorno social. Al mismo tiempo, un tipo de asociaciones, como las deportivas, comerciales o técnicas han aportado también unas dinámicas algo distintas. El objetivo de estas últimas no tiene tanto una finalidad de “compromiso” social, como la de generar un marco común en el que desplegar y desarrollar lo individual. A menudo, muchos intelectuales han despreciado este asociacionismo no cultural, etiquetándolo de gremialista, algo que no agrada en exceso si se está educado en la mentalidad de las vanguardias del siglo XX, en la que uno se hace a sí mismo.

Fito Rodríguez expuso hace unos años que el problema de la autoría en un ámbito como el artístico, era la cantidad de cortocircuitos que planteaba, especialmente cuando se ha cultivado tan fervorosamente el peso político y económico que conlleva la noción de "obra". De ahí, se deriva la importancia de la nueva reflexión sobre la cadena de trabajo que me proponía mi amigo mexicano. Es necesario desgajar la obra de la autoría y acentuar más la necesidad de la creación de marcos de trabajo en donde sean posibles nuevas maneras de concebir las obras. No creo, por otro lado, que haya que deshacerse de la obra: en lo que insisto es en la urgencia de debatir lo colectivo como formato en el que instaurar nuevos modos de producción, difusión y socialidad en los que naturalmente se generarán obras.

Pero para emprender un renovado viaje sobre el carácter vinculante de la experiencia artística, no es posible pasar por alto un hecho evidente: que las instituciones culturales, incluyendo a muchos comisarios y comisarias, detestan los interlocutores en plural; que éstas son cadenas de montaje, pero antiguas, verticales, que necesitan dominar y monitorizar el proceso en pos de la obra y de la marca artística.

La política artística teme a los grupos y colectivos porque detecta en ellos programas que van más allá de las meras apuestas estéticas. Conozco muy pocas instituciones españolas que apuesten por apoyar, bien en la producción o en la promoción, actividades realizadas por colectivos. Y cuando ello ocurre, el resultado suele ser siempre el mismo: fracaso. Se aduce el fracaso simplemente para enmascarar la dificultad institucional para controlar y tutelar el trabajo, se acusa a los grupos de politización e ideologización, y de carencia de disciplina y responsabilidad profesionales, lo que hay que traducir por la incapacidad institucional para deshacerse de la red clientelista que domina las infrastructuras artísticas. Aunque en algunos casos, es posible que haya algo de razón en estas habituales acusaciones, también es igual de cierto que las dificultades en las relaciones entre las instituciones artísticas y los grupos creativos surgen porque las primeras no están preparadas para concebir una política artística al servicio de agendas no artísticas, dado que tienen como principal punto de mira la consecución de obra y objetos definidos y acabados.

Desde mi punto de vista, uno de los mayores lastres en el desarrollo profesional y creativo de los grupos y colectivos es la dependencia institucional. La importancia de la subvención pública para el desarrollo de las actividades conlleva una lógica adaptación a los programas proyectados por esas instituciones. Cuando una entidad programa una subvención, automáticamente quiere decir que lo que busca es la lógica del proyecto. La subvención se da para un proyecto. Ello puede parecer lógico, pero oculta una paradójica dinámica: no puede dar pie a la creación de espacios de reflexión que se conduzcan por criterios más allá de la elaboración de proyectos específicos. En este sentido, no comprendo la reticencia que hay entre algunos colectivos y grupos ante la idea del crédito o de corresponsabilidad financiera.. Curiosamente, algunos estamentos culturales de la Gran Bretaña están sosteniendo en estos momentos este peliagudo debate. La lógica del riesgo, implícita en la concesión de un credito financiero, se interpreta a menudo como algo intrínsecamente opuesto a la naturaleza ética del arte, en el sentido de que la práctica artística no puede ni debe vincularse a una búsqueda del beneficio. El beneficio, desde esta perspectiva, sólo es moralmente irreprochable siempre y cuando sea resultado de una explícita voluntad de negocio, o aún más intrigante, porque la carrera de un artista haya alcanzado "gracias a su calidad" una masa crítica comercial. Entonces, no hay problema.

La capacidad para asumir subvenciones públicas a fondo perdido frente a la incapacidad para afrontar riesgos financieros en la práctica artística nos lleva a plantearnos cuestiones importantes. En primer lugar, una actividad con una finalidad que no implique la consecución de un producto comercial, ¿debe estar siempre vinculada a la subvención externa? Evidentemente, aquellas actividades cuyo resultado sea un producto insertable en el mercado pueden ver más lógica la idea de un crédito, pero ¿qué ocurre cuando no es así? ¿cómo podemos liberarnos de la acusada tendencia institucional de cooptar aquellas actividades que promueven actividades no lucrativas en el momento en que se recibe la subvención? Por otro lado, es innegable que existe una cierta tradición parasitaria entre muchos agentes culturales. Y cuando digo parasitaria, no utilizo el término con un ánimo degradante, sino incluso en el sentido más punk que se pueda encontrar. La tradición del pensamiento romántico, actualizado mil veces y de formas distintas durante décadas, dice que el artista es como una especie de "tapado" que sutilmente puede transformar la percepción de la realidad de una manera inesperada. Como el músico o artista que un buen día da el "bombazo, y provoca que todo el mundo se cague" en la ya clásica expresión de Sid Vicious. Esa es la tradicional noción de una práctica artística individualista, que ha contaminado tan brutalmente muchas prácticas musicales. Pero la dinámica creada por el colectivo muy a menudo fuerza a una percepción pública y transparente de los objetivos que busca. No conozco prácticamente a ningún colectivo o grupo creativo que no se defina por un cierto programa, que, casi invariablemente, tiene connotaciones sociales, de transformación contextual, de género, ideológica, laboral, sexual, productiva, educativa, etc.. La mera voluntad de transformación social debería conjugarse directamente con la practicidad real de las propuestas proyectadas. Los colectivos creativos actuales, como muchos de antaño, se definen por superar la tradicional endogamia artística, relacionándose con temas sociales, culturales y políticos que amplian enormemente el paisaje conceptual de los grupos dedicados exclusivamente a cuestiones de disciplina artística. Es justamente este correlato sociopolítico de muchos de los colectivos lo que crea desconfianza en las instituciones artísticas y culturales, todavía dominadas por el discurso creativo formalista y autorreferencial.

En este sentido, el propio contexto artístico supone un handicap para la visualización y desarrollo de propuestas colectivas. Los museos, galerías y programas artísticos institucionales están tan mediatizados por las expectativas artísticas que conllevan, tan codificados como lugares de experiencia artística, que a menudo, los proyectos colectivos que -aún desarrollados por artistas- proponen lecturas no directamente estéticas tienen dificil ubicación en ellos. Debido a esta situación, muchos colectivos se encuentran en la paradoja de desarrollar sus programas fuera del marco artístico, a fin de llegar a la gente sin la etiqueta de la “obra de arte”, lo que conlleva muchas veces una gran frustración, puesto que los artistas desconocen los mecanismos de manejo de esos entornos no artísticos, además de que tanto el público como el mundo del arte tienen problemas para reconocer con claridad la actitud y posicionamiento de esos colectivos.

Jorge Luis Marzo.